Esta es una columna un poco distinta de otras ya que es “muy en primera persona”. La escribo mientras vuelvo de La Serena hacia Santiago, para, en la misma noche, llegar a Valparaíso. Después de algo más de 10 días de trabajo súper intensivo en una escuela de invierno (no existen los fines de semana en este tipo de programa), muy cansada, pero con la fe renovada en por qué hacemos investigación y por qué tengo tanta suerte de trabajar en algo que me consume, para lo bueno y para lo malo.
Esta es la sexta edición de la escuela (son siete desde que empezamos, pero nos tomamos un año “de reflexión”), y casi todos los años me ha pasado lo mismo: durante la preparación (sobre todo durante la evaluación de las muchas postulaciones que nos llegan), pienso “¿por qué sigo con tantos compromisos, no me basta con las clases que ya hago en la Universidad y las que hacemos todos los del grupo en cursos de difusión, como los de Educación Futuro?”, pero después pasa el tiempo de organización y llega la parte realmente intensa pero también linda: recibir a un grupo de estudiantes de mundos totalmente distintos (literalmente: mitad estadounidenses, mitad chilenos, procedentes de campos del estudio de la biología/medicina, de la computación, de la astronomía, o de la estadística), complementarlo con un grupo de profesores “top” en sus campos, pero también en su humanidad, y embarcarnos en 10 días de aprendizaje intensivo culminando con un proyecto de investigación que los chicos “hacen suyo” y le dedican total devoción los últimos días, para presentar los resultados a sus pares el último día.
Entonces, ¿por qué darse el trabajo de preparar esta escuela (con la ayuda inestimable de muchas muchas personas en AURA, siguiendo la visión del padre de esta iniciativa Cris Smith, aunque él ya no esté en Chile), y durante 10 días dejar que muchos otros temas se me acumulen (no sólo a mi, por supuesto a los otros profesores y a los estudiantes), despedirme de otros dos fines de semana, etc?
Simplemente porque es impresionante lo que grupos de tres/cuatro chicos puede conseguir en pocos días, cuando compaginan su experiencia, sus habilidades, etc., y cuando se dedican, con 100% foco, a un problema en el que, lo más habitual, nunca habrían pensado en su ambiente de pre o postgrado. Porque todos los profesores aprendemos los unos de los otros y de los chicos, porque vemos prenderse en ellos un cierto orgullo de haberse enfrentado a algo complicado y defender sus ideas frente a sus pares. Porque recordamos lo bonito que es la investigación, sin preocuparnos de otros temas que nos distraen de nuestro objetivo: plantearnos preguntas que no sabemos si tienen respuesta, buscar estas respuestas con otros que tienen habilidades complementarias a las nuestras y puntos de vista que nos amplían nuestra visión, y que, aunque suene extraño, llegar a la solución no es la meta, la meta es lo que uno aprende en el camino y como consigue comunicarlo también.
Hay mucho debate sobre por qué es necesaria la investigación fundamental, y como se trata de antagonizarla con la investigación aplicada. Esta escuela es tremendamente aplicada, intercambiamos métodos de tratamientos de datos que se aplican desde para el análisis de texto hasta para la evolución de la nutrición de los países, pasando con como detectar discos que darán lugar a planetas, y no por eso uno pierde la satisfacción absoluta de caminar con otros seres curiosos en busca de “pistas” que nos ayuden comprender mejor el fantástico mundo de incógnitas que nos rodea.
Aún recuerdo la primera escuela a la que fui durante mi doctorado. Además de aprender técnicas, “trucos” o ideas ingeniosas, que me han sido útil hasta día de hoy, lo que realmente me marcó fue el proyecto en grupo y la hermandad que se creó. ¡Aún tengo contacto con algunos de los otros estudiantes! Y esto fue hace mucho tiempo.